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Estefanía Ibarra

Estefanía Ibarra

Durante los últimos cinco años, me he dedicado a investigar y reflexionar sobre lo que lleva a las personas a experimentar vacíos existenciales, desmotivación, desilusión con su propia vida y desgano. Estos síntomas suelen ser solo el comienzo de algo más grave, como la ansiedad, la depresión o incluso adicciones, temas que van más allá de mi área de experiencia.

Lo que más me ha impactado es que esta problemática no solo está en aumento, sino que afecta a personas de todas las edades. Muchas veces, no sabemos identificarla y preferimos llamarla de otra forma o buscar respuestas que no tocan la raíz del problema.

He visto casos en niños que, buscando afecto y compañía, intentan llamar la atención de sus padres en etapas cruciales para su desarrollo emocional. Esto lo viví con mi propio hijo de 5 años. Cuando nació su hermanito, dejó de dormir conmigo y, aunque su papá comenzó a acompañarlo, algo tan simple como cambiar de compañía o de cama afectó profundamente su estabilidad emocional. Comenzó a despertarse llorando, pidiendo abrazos, buscando el calor y la conexión que solía tener. Este pequeño cambio se reflejó en su comportamiento: desobedecía, se mostraba inquieto y hasta respondía mal.

Muchas veces, situaciones como estas son malinterpretadas y, en lugar de observar el trasfondo emocional, se confunden con diagnósticos como TDAH. Esto lleva a perder de vista la verdadera raíz del problema: la soledad emocional.

En adolescentes, el panorama no es mejor. Hace poco leí un libro de la psicóloga Marian Rojas, quien relataba cómo, durante una conferencia con más de 5,000 jóvenes, pidió que escribieran de forma anónima aquello que más los afectaba. Más del 90% de las respuestas contenían frases como: “Me siento solo” o “Nadie me entiende”. Todas, de una forma u otra, expresaban el dolor de la soledad.

Vivimos en un mundo dominado por la tecnología, donde la inmediatez ha reemplazado el disfrute de los momentos simples y esenciales. Nos desconectamos de lo que realmente importa y caemos en un vacío emocional. Es común encontrar adultos estresados, ancianos abandonados en asilos y personas frustradas porque no logran resultados rápidos. Esta soledad, ya sea rodeados de personas o en un aislamiento real, nos empuja hacia decisiones erróneas y nos hace perder el sentido de nuestra vida.

Mi trabajo se centra en ayudar a las personas a encontrar un propósito que les brinde dirección y motivación, pero esto requiere un esfuerzo previo: aprender a desconectarnos de los excesos, meditar, desintoxicarnos de las redes sociales y usarlas con intención. Aunque la tecnología nos ha brindado acceso a una cantidad inmensa de información, también nos ha aislado de la belleza de lo simple.

Cuando logremos encontrar un equilibrio entre conexión digital y emocional, podremos disfrutar de una vida más plena, desacelerar el ritmo y vivir con más calma y propósito. Este despertar de consciencia nos invita a reconectar con lo que realmente importa y construir una existencia más auténtica y significativa

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